El pueblo que borr+o Mitch

domingo, 7 de septiembre de 2008

CAPÍTULO I

Pensé que iba a morir.

El agua poco a poco iba subiendo de nivel. Mis pies apenas tocaban con la punta el suelo mientras verdaderas alfombras de hormigas flotaban cerca de mi cara. Los pequeños insectos se habían apretujado para lograr flotar y llegar a tierra firme o aferrarse a un tronco. Esa era su arma; permanecer unidas.

El temor más grande era caer a un pozo destapado y que nadie me viera. Cuando mis fuerzas parecían flaquear logré sujetarme de un alambrado de púas que laceraron mis tullidas manos. No lograba ver a nadie más por lo que mi esperanza era alcanzar a mi compañero fotoperiodista que se había adelantado


.Mi cabeza era un puñado de pensamientos depresivos que me obligaban a avanzar contra la corriente del río paz. Por un momento me sumí en un ensueño, pensando sobre lo agónico de morir ahogado. En alguna parte había escuchado que cuando el agua penetra a los pulmones estos se sienten reventar y el instinto de supervivencia te hace recobrar las fuerzas que creías perdidas.

Casi flotando alcancé al fotoperiodista que me acompañaba en esa nueva aventura durante uno de los peores temporales del país. Todos los pueblos de la Costa Azul estaban inundados tras varios días de persistentes lluvias.

El país estaba sumido en alerta roja.Teníamos que llegar hasta los últimos pueblos de la zona en donde la gente había quedado incomunicada y apenas sobrevivían con los pocos alimentos y ropa que rescataron de sus anegadas casas.

Cada rostro compungido de los niños mojados hasta las vísceras era como una bofetada para nuestros más reconditos sentimientos altruistas. Pensaba en mi pequeña hija Gaby y en cada rostro infantil mojado que veía la miraba a ella.

Esto me hacía recobrar el ánimo y emprender la penosa caminata entre el lodo y las fuertes correntadas.No había casa que no estuviera sumergida casi hasta el techo. Algunas personas se habían ingeniado para subir a los techos y esperar por la ayuda. Algunos animales domésticos yacían ahogados y otros del campo intentaban sobrevivir aferrados sobre un árbol. De pronto aparecían los socorristas para evacuarlos a lugares seguros.

Dice un dicho " que no hay algo más valioso que el corazón de un voluntario". Y en estos casos se comprobaba una y otra vez. Uno de estos socorristas notó que apenas tenía fuerzas para seguir avanzando y me ofreció subir a un cayuco que llevaba para sacar a los pobladores. No tuve el valor para subirme a ese medio de transporte. Mi orgullo me reclamaba que el cayuco era para gente que en verdad lo necesitaba. Además, mi presencia ahí era voluntaria.

Ayer fue un día duro. (sigue)

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