El pueblo que borr+o Mitch

domingo, 7 de septiembre de 2008



La muerte de los entrevistados

Llegué temprano a la redacción y por medio de una fuente supe que la Fuerza Armada iba a destruir bombas que habían quedado esparcidas entre calles de la colonia 5 de Noviembre y las aledañas al cuartel del Batallón de Sanidad Militar.

En esa guarnición un 10 de mayo hubo una enorme explosión en el llamado "polvorín" que lanzó por los aires artefactos exlposivos en una gran radio a la redonde.

Ese día de milagro no murió nadie, a excepto de una mujer que aseguraron le dio un infarto al corazón por la angustia de que las bombas zumbaran por su casa.

Resulta que la Fuerza Armada se llevó las bombas sobrantes a un predio que ocupan para prácticas en el departamento de La Paz.

Al lugar llegamos cuatro medios, entre ellos El Diario de Hoy. Me acompañaba un recordado amigo y compañero Manuel Orellana.

Cuando llegamos no nos querían dejar entrar, pero tras gestiones pasamos al terreno. Bajamos por una tipo quebrada a ver las bombas que habían sido puestas en línea.

Subimos de la quebrada y nos pidieron que nos alejaramos y activaron las bombas. Tras la explosión, un agente de la PNC y dos soldados del Ejército nos explicaron la forma en que eran destruidos los artefactos que habían quedado dañados desde el incidente del 10 de mayo.

Tras las entrevistas, los expertos en explosivos bajaron a la quebrada nuevamente. Manuel me rogaba que bajaramos de nuevo porque "sentía que podía pasar algo". Le recriminé que no porque teníamos otra asignación y había que cumplirla. A regañadientes nos comenzamos a alejar de la quebrada.

y cuando se disponían a preparar la carga se produjo otra explosión no controlada. Cuando corrimos a la quebrada yacían los cuerpos del policía y de los soldados destrozados por la explosión. Varios camarógrafos resultaron con esquirlas en las piernas. Estaban aturdidos, heridos, pero vivos.

A Manuel le temblaban las manos y fumama viciosamente como ahogando sus miedos. "Me salvalste la vida", me dijo con su rostro temeroso. El día terminó en la sala de redacción escribiendo una historia, en la que Manuel y yo pudimos ser la historia.
CAPÍTULO I

Pensé que iba a morir.

El agua poco a poco iba subiendo de nivel. Mis pies apenas tocaban con la punta el suelo mientras verdaderas alfombras de hormigas flotaban cerca de mi cara. Los pequeños insectos se habían apretujado para lograr flotar y llegar a tierra firme o aferrarse a un tronco. Esa era su arma; permanecer unidas.

El temor más grande era caer a un pozo destapado y que nadie me viera. Cuando mis fuerzas parecían flaquear logré sujetarme de un alambrado de púas que laceraron mis tullidas manos. No lograba ver a nadie más por lo que mi esperanza era alcanzar a mi compañero fotoperiodista que se había adelantado


.Mi cabeza era un puñado de pensamientos depresivos que me obligaban a avanzar contra la corriente del río paz. Por un momento me sumí en un ensueño, pensando sobre lo agónico de morir ahogado. En alguna parte había escuchado que cuando el agua penetra a los pulmones estos se sienten reventar y el instinto de supervivencia te hace recobrar las fuerzas que creías perdidas.

Casi flotando alcancé al fotoperiodista que me acompañaba en esa nueva aventura durante uno de los peores temporales del país. Todos los pueblos de la Costa Azul estaban inundados tras varios días de persistentes lluvias.

El país estaba sumido en alerta roja.Teníamos que llegar hasta los últimos pueblos de la zona en donde la gente había quedado incomunicada y apenas sobrevivían con los pocos alimentos y ropa que rescataron de sus anegadas casas.

Cada rostro compungido de los niños mojados hasta las vísceras era como una bofetada para nuestros más reconditos sentimientos altruistas. Pensaba en mi pequeña hija Gaby y en cada rostro infantil mojado que veía la miraba a ella.

Esto me hacía recobrar el ánimo y emprender la penosa caminata entre el lodo y las fuertes correntadas.No había casa que no estuviera sumergida casi hasta el techo. Algunas personas se habían ingeniado para subir a los techos y esperar por la ayuda. Algunos animales domésticos yacían ahogados y otros del campo intentaban sobrevivir aferrados sobre un árbol. De pronto aparecían los socorristas para evacuarlos a lugares seguros.

Dice un dicho " que no hay algo más valioso que el corazón de un voluntario". Y en estos casos se comprobaba una y otra vez. Uno de estos socorristas notó que apenas tenía fuerzas para seguir avanzando y me ofreció subir a un cayuco que llevaba para sacar a los pobladores. No tuve el valor para subirme a ese medio de transporte. Mi orgullo me reclamaba que el cayuco era para gente que en verdad lo necesitaba. Además, mi presencia ahí era voluntaria.

Ayer fue un día duro. (sigue)